La adopción de dietas centradas en productos de origen vegetal es el fenómeno global más importante que ha ocurrido en el mundo de la alimentación en la última década. No es una moda, no es una tendencia, es una realidad contundente que irá a más.
Para entender la dimensión de este fenómeno en España, según nuestro estudio The Green Revolution 2019, el 9,9% de la población adulta (3,8 millones) es ‘veggie’, término que abarca a veganos, vegetarianos y flexitarianos. Si los ‘veggies’ se constituyesen en partido político en nuestro país, y votasen en bloque, sería el tercero más votado.
Según nuestros cálculos, en Lantern estimamos que para 2021 podríamos ver cómo otro millón más de consumidores se suma a la dieta ‘veggie’. El movimiento ‘veggie’ ha irrumpido vertiginosamente en solo unos pocos años, porque en el zeitgeist de nuestras sociedades occidentales han confluido de golpe realidades con un efecto multiplicador: búsqueda (por no hablar de obsesión) de una vida más saludable, la preocupación por consumir productos más sostenibles y con menor impacto ambiental, y una mayor conciencia por el bienestar animal.
En España, gozamos de un estilo de alimentación envidiable por nuestra tradición mediterránea. O al menos, eso creemos. El alza en las tasas de obesidad o la cada vez mayor indolencia a la hora de cocinar en casa no son buenas señales. Y aunque, según nuestro estudio, un 35% de la población española declara haber reducido el consumo de carne roja y un 51% el de embutidos, hay un dato que nos debería hacernos reflexionar: nuestro nivel medio de ingesta de fibra (13 gramos al día de media) sigue estando muy por debajo de lo recomendado (25 gramos diarios). Frutas y verduras Se calcula que la ingesta insuficiente de frutas y verduras causa en todo el mundo aproximadamente un 19% de los cánceres gastrointestinales, un 31% de las cardiopatías isquémicas y un 11% de los accidentes vasculares cerebrales. Ciertamente, deberíamos todos ser bastante más ‘veggies’. No digo ser vegano ni vegetariano, solo comer más fruta, verdura y legumbre, llevando una dieta más equilibrada, más parecida a la que tenían nuestros abuelos.
Ayudaría a comer más verduras si nuestra tradición culinaria no las hubiese dejado en tercer plano durante décadas. Hace falta reinventar la manera en la que las verduras, con su infinidad de variedades, se pueden cocinar y disfrutar. Aquí nos puede servir de inspiración la gastronomía de oriente medio y asiática, lugares donde han sabido crear platos de y con verduras de manera muy imaginativa. Sería pasar de comer las típicas verduras rehogadas en ajo o ahogadas en bechamel, que abundan por estos lares, a comer cosas, por qué no, como mutabal, shawarmas de coliflor, curries de calabaza o tacos de nopales.
Pero, curiosamente, la respuesta mayoritaria de la industria y los retailers ante el auge de los veggies no ha sido ayudar a los consumidores a comer más vegetales y legumbres (frescos, poco procesados o deliciosamente cocinados), sino centrarse en la proteína vegetal, creando sucedáneos con forma de hamburguesa, nuggets o salchichas. Todos ellos productos convenientes que se ajustan al estilo de vida actual, pero también muy ultraprocesados.
Si alguien lo dudaba, también se puede ser veggie y llevar una mala alimentación. Los flexitarianos, esos 3 millones de personas que no renuncian a comer carne o pescado, pero que su dieta es primordialmente vegetal, siguen este tipo de alimentación por razones de prevención y cuidado de la salud (un 67%). Pero, aproximadamente, uno de cada cinco también declara que lo hace por razones de sostenibilidad y de preocupación por el bienestar animal. La Unión Europea está impulsando una transición hacia este tipo de dietas veggies, y ya empezamos a ver como las administraciones las promueven. En Francia, país carnívoro par excellence, han implementado por ley un día semanal de menú vegetariano en todos los colegios desde este curso escolar. En Reino Unido llevan años con campañas de ‘lunes sin carne’, y recientemente celebran veganuary, es decir, un mes de enero sin carne ni pescado (opcional, eso sí).
En España veremos iniciativas similares pronto, tanto desde empresas como desde las Administraciones. Llevar una dieta más veggie no es malo por sí mismo, y buscar un sistema alimentario más justo y sostenible es una preocupación legítima, siempre que se aborde con realismo y buen juicio. Pero imponer o legislar sobre la dieta que seguimos los ciudadanos nos puede adentrar en un terreno peligroso. Ya hay empresas y universidades en el mundo que prohíben el consumo de carne en sus campus. Son muchas las celebrities que toman el veganismo como seña de identidad y de autoafirmación, influyendo especialmente a las generaciones más jóvenes. Una corriente político-filosófica busca equipar a los animales en derechos similares a los de las personas mediante leyes. De hecho, el Pacma sacó 226.000 votos en las últimas elecciones, y algún día entrará en el Congreso. Los activistas veganos más radicales se empeñan con mucho tesón y no menos medios en hacer sentir culpables a los consumidores omnívoros por su estilo de alimentación, así como en señalar a la industria alimentaria como si fuese el demonio.
Si el consumo de hidrocarburos está gravado con impuestos verdes, si las bebidas refrescantes tienen en algunos lugares impuestos al azúcar, ¿no sería posible ver algún día un impuesto verde a la carne y a otros tipos de alimentos fabricados? Probablemente sí. El afán del legislador por recaudar no va a desaparecer, y la industria alimentaria es, me temo, una diana fácil. Tampoco va a desaparecer el impulso de algunos políticos en realizar ingeniería social y dictar a la gente cómo vivimos, en qué creemos, y quizá dentro de no mucho, qué comemos. Esperemos que impere el sentido común, y la alimentación no se convierta en otra guerra cultural más.